Todo el lugar parecía esconder el secreto. Abrumando, así, a cualquiera que entrase a la habitación, por suspicaz que fuera. De ese modo, cuando entré finalmente y sentí la puerta cerrarse detrás mío, me sumi en la mas abismal y sórdida de las desesperaciones. Quise salir, escapar. Sudaba. Perdí momentaneamente la razón.
Me encontré diez minutos después, acurrucado contra una rincon de las mohosas paredes. Supongo que sería importante que describa la habitación. Era perfectamente cuadrada y por las paredes parecía trepar moho desde el techo y el piso cubriéndolas, casi en su totalidad, por manchas negruzcas y emanando un hedor humedo, casi palpable. Estaba toscamente iluminado por dos luces de neon en el centro exacto del techo. Sin embargo, ni la suciedad general del recinto, ni el evidente estado de decadencia del retrete y el lavabo, que se acomodaban en la esquina opuesta a la puerta, generaban la sensación de estar entrando a una realidad muy diferente a la que conocemos, o estamos acostumbrados a transitar. No, era algo mas. Algo había ahí que transmitía esa sensación de ominosidad, de obscuridad. Algo tan profundo y antiguo como los dioses muertos. Lo suficientemente visceral como para arrastrar a las mentes mas poderosas a la insanía mas arraigada. Un ente de tal morbidez que nos forzaba a velarlo con una ilusión de realidad. Fue cuando entendí eso que se produjo el cambio.
Pude contemplar, desde una distancia imposible, a una criatura, un ser obscuro como la profundidad de las estrellas, rodeado de una negrura aún mas espesa e indómita que la suya propia. Creí ver otros como el moviéndose en la negrura, pero en ese momento debí retornar a la vigilia.
Seguía en la habitación. Ahora que conocía el secreto, y había contemplado con mi propia consciencia a ese ser infinito, inconmensurable, todo el lugar hedía a mentiras. Rompí el espejo a puñetazos e, impulsado por una revelación, me despojé de mis ojos traicioneros. Al fin pude ver con claridad, me sentía desatado y libre para odiar a los patéticos amantes de esa mentira gris que llaman realidad. Podía ver la negrura de los seres infinitos y ya no había puerta, ni paredes, ni mundo. Yo era uno y todos, y todo. Estaba mas allá del tiempo y el espacio. Estaba junto a mi agonizante hermano, listo para aceptar su legado, sus galaxias y almas; y forjar mis propias deidades.
G.
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